Invierno.

El frío del invierno la envolvió de nuevo. La suave brisa fue redeándola, meciendo sus cabellos oscuros, cubiertos de nieve. Ya no sentía nada, solo frío. Un frío que iba haciéndose paso en su organismo, transformándolo en su hogar.
Se miró las manos, blancas con las articulaciones rígidas. No podía moverlo bien. No de momento.
Miró alrededor. Todo eran bosques de coníferas cubiertos por la nieve y el hielo. El silencio reniaba, salvo por el constante caer de la nieve en el suelo. Escuchaba cada cupo golpear suavemente la capa de nieve, hasta fusionarse con ella.
Ella debía hacer lo mismo.


Comenzó a andar, sin conocer el rumbo que seguía, pero sabiendo que era el correcto. Sus pasos eran torpes, avanzaba a trompicones y tardó en comprender que tenía un hueso de la pierna roto. No pasa nada, se dijo, el hielo lo curará.
Empujada de nuevo por la sensación de unidad, buscó su grupo. Necesitaba encontrarlos. Sabía que no estaba sola en el mundo. Tampoco quería estarlo. La idea de la soledad golpeaba con fuerza su pecho, oprimiéndolo y congelándolo, haciendo que fuera difícil respirar. Siguió avanzando. Daba igual, todo daba igual, no estaba sola, encontraría un lugar al que pertenecer.
Llevaba tantas horas caminando sin pausa que había perdido la cuenta, pero no cambió su rumbo. El vacío y el silencio se habían vuelto sus compañeros y sus amigos en aquel camino. La nieve caía, el hielo colgaba de las ramas, el viento helado la empujaba en la dirección correcta.
De pronto, lo vio. A lo lejos, una pequeña cabaña en la que la luz intentaba guarecerse de la oscuridad que lo cubría todo. Se detuvo, desconcertada. ¿Pertenecería allí? No estaba segura. Se acercó con rapidez, lejos estaba de los pasos torpes de su despertar.
La puerta se abrió y una mujer, con el rostro dividido entre el horror y el alibio, fue quien la recibió. Su mirada le era mortalmente familiar, pero no fue capaz de reconocerla. Dio un paso hacia dentro, viendo como los chillidos de la mujer empezaban a resonar en la pequeña edificación, mientras giraba y volvía a guarecerse en su hogar, dejando que sus cabellos morenos golpearan la cara de la niña.
Ella la siguió, sin molestarse por los obstáculos que la adulta ponía en su camino. No le preocupó el aumento de la temperatura, tampoco lo notó. El olor de la carne estofada no captó la atención de su estómago vacío. Sólo tenía ojos para la mujer que tenía frente a sí, acuclillada en una esquina de la casa y llorando desconsoladamente. Podía ver sus labios balbuceando una súplica, pero no comprendía ni sus palabras ni su comportamiento.
No pertenecía con ella.
Alzó sus manos, azles, frías, justo hacia el frío cuello de la indefensa mujer. Ella intentó apartarla, pero nada más tocarla se apartaba, sintiendo la sacudida de frío alcanzar sus huesos, llevándola hacia su pecho en un gesto protector. Rodeó su cuello, sintiendo las gotas de sal que caían de los ojos de la mujer. Ahora podía mover los brazos mejor, era más hábil, sus articulaciones le permitían realizar cualquier movimiento que quisiera.
Cerró los dedos en torno a su frágil cuello.
Pudo notar que la mujer forcejeaba, que volvía a intentar llevar las manos a s cuellos para librarse, sin importarle que pudiera causarle dolor. Ella no se inmutó. Siguió apretando, no comprendía la razón, pero lo hacía.
Al final, la mujer dejó de forcejear. Las lágrimas dejaron de caer, y su último aliento escapó de su pecho. La niña se apartó un par de pasos, y observó.
Cuando el fuego de la chimenea se consumió, y el frío del invierno cruzó la puerta, la mujer se puso en pie. Sus ojos se habían vuelto azules y su piel, pálida como la nieve. La niña le tendió una mano y ella, lentamente, se la tomó.
La niña sonrió.
Había encontrado su hogar.

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